27 de julio de 2012

Destellos Olímpicos


La Suma Sacerdotisa enciende la Llama Olímpica en el templo de Hera (Olimpia)


El verano europeo del año dos mil doce, marca el inicio de la trigésima versión de los Juegos Olímpicos en la era moderna. Y los ojos del mundo deportivo se fijan en Londres para admirar las destrezas y habilidades de los más de diez mil atletas reunidos durante dieciséis días en la máxima cita del deporte mundial.

La competencia limpia, el respeto por el adversario, el honor de la victoria y la dignidad en la derrota, son algunos de los valores significativos que desde sus inicios los Juegos han inculcado en sus participantes. Atrás quedan horas de esfuerzo, entrenamiento constante, preparación extenuante y decidida firmeza en el campo para dar paso al momento cumbre de ejecutar el mejor lanzamiento, golpear de revés sobre la red, lanzar en el segundo final hacia la canasta o acelerar el paso hasta la meta.

Además, para cada atleta, representar a su país significa una distinción única e irrepetible así como el privilegio de estar entre los mejores del mundo en su respectiva disciplina. Y la esperada recompensa al final, es portar la medalla en el pecho y la bandera nacional presente en el podio, como símil de la corona de olivo que se entregaba a los vencedores en la antigua Olimpia.

Más de 200 países asisten a la cita olímpica con el objetivo de alcanzar la consagración de sus hijos cuyos anhelos incluso trascienden el mérito deportivo ya que tras sus uniformes patrios, guardan miles de historias de vida, de superación y disciplina que valen mucho más que el metal de alguna de las medallas otorgadas.


Lo más notable es que de entrada, todos nosotros, espectadores y participantes, somos ganadores. Porque tanto unos como otros, recordamos que dentro o fuera de los campos del deporte, somos hermanos, habitantes de un mismo lugar con idéntico ideal: Construir un mundo mejor en el cual podamos vivir todos.

Ayer, con los juegos se homenajeaba a Zeus, el dios griego. Hoy, las naciones acuden a la cita olímpica y en esas justas, se exaltan y se recuerdan a sí mismas (aunque sea por unos días) la presencia de un mayor tesoro: La Humanidad que une a todos sus habitantes sin excepción de sexo, raza o credo para así comprender mejor el sentido global de la vida que en sus diversas manifestaciones se presenta desde los cuatros costados del planeta.

En esta fecha, el mundo que acoge nuestras pisadas, obras y pensamientos, se olvida por unos instantes de sus penas y tragedias cotidianas para elevar el espíritu a nobles ideales como los que Pierre de Coubertin, insigne pensador francés, heredó a la posteridad. Citius, Altius, Fortius, “más rápido, más alto, más fuerte”. Metáforas que bien podrían hacernos reflexionar en la actualidad.

Con la ceremonia inaugural se abre un nuevo capítulo en la extensa historia deportiva de la raza que nos ha dejado recuerdos e imágenes perdurables. Empieza una nueva melodía de distintos acordes, con variados ritmos y entonada por diferentes voces. Sólo resta pedir, como Martin Luther King, que cada uno de sus intérpretes la toque de la manera más hermosa.

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