Desde mi trinchera, con líneas rodeadas de silencio, esperanza y soledad, recuerdo a esas personas que amaron antes y dedicaron tiempo para dar a otros lo mejor de sí. Este fugaz recorrido por la iconografía de la película “Che El Argentino” no pretende afirmar conceptos políticos ni ideológicos; tampoco busca demostrar elocuencia autoral.
Quizá,
cuando haya considerado saber algo, aún no habré sabido nada como debo
saberlo. Aún así, quiero dejar como una opinión persona, significante de esta
etapa vivida, que ninguna figura por famoso, inteligente, poderoso o atractivo
que aparente ser, es mejor que cualquiera de sus semejantes.
No existe
diferencia alguna entre un obrero colombiano, un monje hindú o un aristócrata
inglés en su concepción y expresión como seres humanos. Sea Rosa Parks, el Che Guevara o el más anónimo de los pobladores del mundo, cada uno puede (y
debe) dejar huella como registro de su ser, de sus percepciones, pensamientos,
emociones y acciones que contribuyan al mejoramiento de la vida personal y del
mundo mismo.
El resultado
del filme “Che el Argentino” va más allá de contar una historia que se debate
entre amores y odios. Steven Soderbergh no pretende hacer apología a la
violencia irracional o a la guerra entre naciones hermanas sino que en el fondo
representa al hombre tras el mito, al inspirador de nuevas formas artísticas y
al revolucionario que apuesta por el amor.
Además, trata
de recrear el antiquísimo sueño del hombre por superar sus propios límites a
todo nivel y nos enseña a descubrir lo que fuimos para entender lo que ahora somos
(así sea difícil de creer). Es bueno conocer nuestras raíces y no negarlas en
una carrera a contratiempo a la hora de llegar a ser lo que queremos ser.
Quién no ha soñado
ver su imagen reconocida en los cinco continentes, su nombre aclamado por
multitudes e inscrito con letras de oro en los memoriales a los cuales sólo
acceden los “héroes” que han construido la historia paso a paso. Ese es un buen
deseo, sin duda.
Pero al ser esa
búsqueda de la inmortalidad tan nueva como antigua, se vuelve complicada pero
sencilla ya que tiene que tiene que ver con seres humanos y nada nos desconcierta
más a nosotros que nosotros mismos. La inquietud para quien lee (y por supuesto,
para quien escribe) es: ¿De qué forma vale la pena hacerlo?
Para ello,
se precisa aprender que las contradicciones también confirman. Se requiere comprender
y aceptar que siempre costará demasiado perder la seguridad que se tiene cuando
se está de acuerdo con los demás. Porque cuando alguien es llamado a destruir
para edificar, debe discutir, luchar, argumentar contra los otros, y tal vez
contra sí mismo, hasta el punto de verse despojado de todo y considerarse como
menos que nada.
En estos
tiempos, desafiar la propia naturaleza cambiando seguridades y certezas de años
por nuevos riesgos e incertidumbres, es misión que pocos aceptan. Pero
sólo así se escribe la historia.
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